VALORES HUMANOS – El asno con piel de león

 Esta semana hemos elegido un relato titulado “El asno con piel de león” que nos sirve para recordar que la avaricia es uno de los mayores vicios de que puede adolecer el hombre. De modo tentador nos tiende su mano, aprovechándose de la debilidad inherente a la condición humana, pero sus consecuencias suelen ser devastadoras.

Érase una vez un comerciante que se ganaba la vida vendiendo aceitunas en la gran ciudad. El trayecto hasta el mercado era largo, así que todas las mañanas colocaba la mercancía sobre el lomo de su asno de pelo gris, y cuando estaba listo partían juntos hacia su destino. Como el burro era fuerte, veloz y gozaba de buena salud los sacos llegaban siempre en perfecto estado. El mercader apreciaba el esfuerzo del animal y estaba orgulloso de lo bien que trabajaba pero había algo que le fastidiaba: comía mucho más que cualquier otro de su misma especie. Y es que al cargar tanto peso gastaba mucha energía, por eso necesitaba reponer fuerzas continuamente.  El hombre, buena persona pero muy tacaño, solía lamentarse de lo caro que resultaba alimentarlo varias veces al día.

Una noche se puso a repasar los beneficios del mes y comprobó que no le salían las cuentas. Enfadado, se echó las manos a la cabeza y empezó a maldecir. Decidido a encontrar una solución, cerró los ojos y se puso a meditar:

Ahora que lo pienso… Todos los días paso por delante de una finca donde crece la alfalfa. ¡Puedo llevar allí a mi  borrico y dejar que se atiborre sin gastarme una sola moneda! El único inconveniente es que el terreno tiene dueño. Si cuelo al burro y el capataz  encargado de vigilar las tierras lo ve llamará a los guardias y acabaré preso como un vulgar ladrón.

Para lograr su propósito sin correr riesgos debía perfeccionar la maniobra.

—¡Ya sé qué hacer! Compraré una piel de león, se la pondré al burro por encima y después lo soltaré dentro de la finca. El capataz pensará que se trata de una fiera salvaje y no se atreverá a hacerle nada.

Creyendo que había diseñado un plan magistral se puso manos a la obra y en pocas horas consiguió un pelaje de león, que colocó sobre el animal como si fuera un enorme manto. Se alejó de él para observarlo desde distintos ángulos. ¡Quería asegurarse que daba el pego!

—Visto de cerca se nota que es un borrico disfrazado, pero a distancia parece tal cual el rey de la selva. ¡Es genial!

Cuando se convenció de que el éxito estaba asegurado lo llevó a la finca y lo metió dentro, lejos de la entrada para que comiera tranquilo y a su antojo. Él, mientras tanto, se ocultó tras un árbol para no ser descubierto.

Cinco minutos  más tarde apareció el capataz y todo salió según lo previsto: en cuanto el hombre descubrió que un peligroso león se paseaba por sus dominios se puso a chillar como un loco y escapó huyendo muerto de miedo. Al comerciante se le escapó una risita.

En vista del triunfo al día siguiente repitió la operación.  El burro volvió a infiltrarse en la finca para ponerse morado de alfalfa y también de nuevo, en plena degustación, apareció el capataz. Sobra decir que al ver al temible “león” en sus tierras puso pies en polvorosa, completamente aterrorizado. El comerciante, oculto entre la maleza, se partía de risa.

La escena se repitió una y otra vez durante una semana, pero al octavo día la cosa cambió. El capataz volvió a correr como alma que lleva el diablo, pero en vez de ir a esconderse a su casa decidió actuar con valentía y pedir ayuda a sus vecinos. En menos que canta un gallo reunió a más de treinta personas que, armadas con palos de escoba, estuvieron de acuerdo en ir a dar un escarmiento a la pavorosa fiera.

Atravesaron el campo hasta llegar a la finca. Al detenerse junto a la valla comprobaron con sus propios ojos que se trataba de un león de patas larguísimas y altura descomunal. ¡Todos sintieron auténtico pavor y deseos de tirar la toalla!

—Os advertí que se trataba de una bestia gigantesca, pero tenemos que echarla de aquí. Estos días ha estado en las tierras a mi cargo pero mañana podría invadir las vuestras para comerse el pasto o, peor aún, atacar al ganado. Aparquemos el miedo y acabemos con él. ¡Unidos venceremos!—, dijo el capataz de la finca.

Los vecinos, entendiendo que tenía razón, levantaron los palos a modo de espadas y, como si fueran parte de un pequeño ejército, se prepararon para el asalto. En ese mismo  momento el asno escuchó voces, levantó la cabeza y vio que una tropa armada hasta las cejas le miraba amenazante. Ante semejante visión tuvo tres reacciones en cadena: la primera, quedarse petrificado; la segunda, poner cara de pánico; la tercera, empezar  a rebuznar como poseído.

—¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa! ¡Hiaaaa!

Los vecinos se callaron de golpe y se miraron desconcertados. Habían escuchado bien. No eran rugidos sino rebuznos Se quedaron atónitos, pero la gran sorpresa se produjo cuando de repente el animal echó a correr en dirección contraria y la piel de león cayó sobre la hierba seca. El capataz, alucinado, gritó:

—¡El león era un borrico! ¡Un simple e inofensivo borrico!

Los miembros del grupo lanzaron los palos de escoba al aire y se tiraron al suelo muertos de risa. De todos, el que más carcajadas soltaba era el capataz. Ciertamente fue un final  feliz y divertido para los vecinos, pero no para el comerciante que, desde su escondite, vio impotente cómo el burro corría despavorido, saltaba la valla y desaparecía para siempre. Su avaricia le había hecho perder la más valiosa herramienta de trabajo de que disponía.

Moraleja: Que nuestros deseos en prosperar no se dejen abrazar por la avaricia. Seamos generosos. No escatimemos gastos ni racaneemos esfuerzos en cuestiones que puedan afectar a nuestro bienestar. En ocasiones, por intentar ahorrar, acabamos pagando un precio mucho más elevado.

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