El relato de hoy, que lleva por título “Las cabras testarudas”, es la adaptación de un antiguo cuento boricua. Las distintas lecturas que se extraen de su moraleja representan y simbolizan algunos de los valores que nos enseñaron nuestros padres cuando éramos pequeños.
Vivía en la isla de Puerto Rico un muchacho que trabajaba como pastor. Cada día salía al campo con su rebaño de cabras para que comieran hierba y corrieran libres por el monte. Al caer la tarde el chico silbaba y todos los animales se acercaban a él para regresar a la granja.
Un día, al caer el sol, el pastorcillo las llamó como de costumbre, pero algo extraño sucedió: por más que silbaba y hacía gestos con las manos las cabras lo ignoraban. El joven no entendía nada y comenzó a gritar como un descosido:
—¡Vamos, vamos, venid aquí, que tenemos que irnos ya!
Pero las cabras parecían sordas. El chico, desesperado, se sentó en una piedra y comenzó a llorar.
Al rato un conejo se paró ante él y le preguntó:
—¿Por qué lloras, amigo?
—Lloro porque las cabras no me hacen caso y si no regreso pronto mi padre me castigará—, respondió.
—¡No te preocupes, tranquilo, yo te ayudaré! ¡Ya verás cómo las hago caminar!—, le dijo el animal.
El conejo empezó a saltar y gruñir entre las cabras para llamar su atención, pero ellas continuaron pastando como si fuera invisible. Abatido, se sentó en la piedra al lado del pastor y comenzó a llorar junto a él.
En eso pasó un zorro, que, viendo semejante drama, se atrevió a preguntar:
—¿Por qué lloras, conejito?
—Lloro porque el pastor se puso a llorar porque sus cabras no le hacen caso y si no regresa pronto su padre le va a castigar—, contestó apesadumbrado.
—Tranquilo; os echaré una mano ¡Voy a ver qué puedo hacer!—, añadió el zorro.
El raposo se acercó a las cabras y respiró una gran bocanada de aire. Seguidamente salieron de su boca varios aullidos que ponían los pelos de punta al más valiente. Pero a pesar de que resonaron en todo el valle las cabras ni se giraron para ver de dónde procedían. El zorro, con la moral por los suelos, se unió a la pareja con los ojos llenos de lágrimas.
Al cabo de un rato salió de entre la maleza el temido lobo. Se quedó muy sorprendido al ver a un chico, un conejo y un zorro juntos llorando como magdalenas. Sintió curiosidad por saber qué les entristecía tanto, así que le preguntó al zorro.
—Lloro porque el conejo llora porque el pastor se puso a llorar porque sus cabras no le hacen caso y si no regresa pronto su padre le va a castigar.
—Bueno, no parece tan difícil ¡Voy a intentarlo yo!
El lobo pegó un brinco y sacó los colmillos para asustar a las cabras, mas fracasó, dado que estas no se movieron ni medio metro de donde estaban. Pensando que con la vejez había perdido toda su capacidad de atemorizar, se hizo un hueco en la piedra y también empezó a lloriquear.
Una abeja que volaba cerca se quedó muy sorprendida al ver al curioso grupo de animales llorando a lágrima viva. Intrigadísima, se acercó y preguntó al lobo:
—¿Por qué lloras, lobo? ¡No es propio de ti!
—Lloro porque el zorro llora porque vio llorar al conejo que llora porque el pastor se puso a llorar porque sus cabras no le hacen caso y si no regresa pronto su padre le va a castigar.
—Tranquilizaos. Y haré que se vayan—, dijo la abeja.
Por primera vez todos dejaron de sollozar y, al unísono, estallaron en carcajadas. El pastorcillo, sin dejar de reír, le dijo:
—¿Tú, con lo pequeña que eres? ¡Qué graciosa! Si nosotros no lo hemos conseguido tú no tienes ninguna posibilidad.
La abeja se sintió dolida pero no por ello se dio por vencida. Sin perder tiempo se fue hacia el rebaño y comenzó a zumbar sobre él. Las cabras, que tenían un oído muy fino, se sintieron muy molestas y dejaron de comer para taparse las orejas.
Entonces, llevó a cabo la segunda parte del plan: sacó su afilado aguijón trasero y se lo clavó a la cabra líder del grupo. Al sentir el picotazo la cabra salió corriendo hacia la granja como alma que lleva el diablo y todas las demás la siguieron.
El pastor, el conejo, el zorro y el lobo contemplaron atónitos cómo, una tras otra, las cabras atravesaban el cercado y se reagrupaban. Después, miraron sonrojados a la pequeña abeja y el pastor se disculpó en nombre de todos:
—Perdona, amiga, por habernos reído de ti ¡Nos has dado una buena lección! ¡Gracias por tu ayuda y hasta siempre!
Y así es cómo termina esta pequeña historia que nos enseña que lo importante no es ser grande o fuerte, sino tener confianza en uno mismo para afrontar los problemas y las situaciones difíciles ¡Si te lo propones, casi todo se puede conseguir!
Moraleja: Lo importante no es ser grande o fuerte sino tener confianza en uno mismo para afrontar los problemas y situaciones difíciles. Si nos lo proponemos, casi todo se puedo conseguir.
Saber, además, que todos tenemos algo que aportar a los demás y podemos servir de inestimable ayuda al prójimo, por más que las apariencias digan lo contrario. Ya sabes, las apariencias engañan. Así que nunca menospreciemos a nadie por su aspecto exterior.