“La partida de ajedrez”, título del relato corto de esta semana, es un antiguo cuento que encierra una lección de vida primordial: hacer el bien a los demás nos hace sentir realizados. Hagamos el bien por ellos… y por nosotros.
Hace muchos años un joven visitó un viejo monasterio zen lleno de ilusión. Quería ver al prior para preguntarle si conocía algún método para despertar su espíritu, pues siempre que intentaba meditar se distraía por las cosas que lo rodeaban.
El prior lo miró un momento antes de hacerle un par de preguntas:
—¿Eres capaz de mantener tu atención en una sola cosa? ¿Qué es aquello en lo que más te concentras?
—No hay nada en especial. Heredé una gran fortuna de mi familia y por eso no tengo que trabajar. Mi pasión es el ajedrez. ¡Podría pasarme horas jugando!
En ese momento el prior habló a uno de sus asistentes para que le llevara un tablero de ajedrez. Le ordenó sentarse frente al joven visitante y a jugar contra él. A continuación desenvainó una afilada espada.
—Cuando entraste aquí prometiste voto de obediencia hacia mí, así que ahora harás lo siguiente. Jugarás al ajedrez con este muchacho. Si pierdes te cortaré la cabeza; si ganas se la cortaré a él. Bien merecido lo tendría si el ajedrez es lo único que le ha importado en la vida.
El visitante estaba nervioso. Le temblaban las manos y el sudor corría por su rostro. De esa partida dependía su vida y eso lo angustiaba. El tablero de ajedrez se había vuelto su mundo. Jamás había estado tan concentrado. Observó las piezas de su rival e hizo una jugada brillante y ganadora. Alzó los ojos y miró al monje. El semblante de este era sereno y lleno de sinceridad, perseverancia y sacrificio por los años pasados en el monasterio.
Pensó entonces en su propia vida, llena de lujos y comodidades, pero desprovista de propósito. Y luego sintió compasión por el asistente del prior. Por ello cometió un error voluntario. Luego, otro, y seguidamente, otro más. Hasta que llegó el momento en que no podía hacer nada para defenderse de los movimientos del monje. Iba a perder con total seguridad…
El prior entonces alzó la espada y lanzó el tablero al suelo ante la mirada atónita de los litigantes.
—Nadie gana ni pierde. Ninguna cabeza va a rodar hoy—, dijo mientras se volvía hacia el joven viajero.
—Solo hay dos cosas necesarias para despertar el espíritu de una persona: concentración absoluta y compasión. Hoy aprendiste ambas. Pese a que te concentraste con toda tu alma en el juego fuiste capaz de sentir compasión por tu oponente hasta el punto de querer sacrificar tu vida por la suya. Quédate si quieres en el monasterio. Y, si estás dispuesto a aprender, un día llegarás a la iluminación.
El viajero siguió el consejo del prior y se convirtió en su discípulo. Aprendió a ser sabio, pero, sobre todo, a ser bondadoso y compasivo. Ya tenía un propósito en la vida.
Moraleja: La doble moraleja de hoy habla de que con esfuerzo —concentración— podemos lograr lo que nos propongamos, y que nuestras vidas cobran sentido cuando hacemos algo bueno por los demás.