El relato corto del presente ejemplar, titulado “La fábula del dinero», nos recuerda una máxima que venimos escuchando a nuestros mayores desde que somos niños: el valor que tienen el trabajo y sus frutos, los que alcanzamos con el sudor de nuestra frente.
Érase una vez un hombre que al llegar a la vejez acumulaba una gran cantidad de riquezas. Había trabajado muchísimo durante toda su vida, pero el esfuerzo había merecido la pena porque ahora llevaba una existencia placentera y feliz.
El anciano era consciente de sus orígenes humildes y jamás se avergonzaba de ellos. Ahora tenía setenta años, estaba jubilado y su única ambición era descansar y disfrutar de todo lo que había conseguido a base de tesón y esfuerzo.
Las puertas de su hogar siempre estaban abiertas a todos. Cada semana invitaba a varios amigos y eso le hacía muy feliz. Como hombre generoso que era les ofrecía los mejores vinos y exquisitos banquetes. Al finalizar los postres los agasajaba con regalos muy costosos, como pañuelos de seda, cajas de plata con incrustaciones de esmeraldas, exóticos jarrones de porcelana, etc. El hombre disfrutaba compartiendo su riqueza con los demás y nunca escatimaba en gastos.
Pero un día su mejor amigo decidió reunirse con él a solas para decirle claramente lo que pensaba:
—Me gustaría comentarte algo que considero muy importante. Espero que no te moleste mi atrevimiento.
El anciano le respondió:
—Dime lo que te parezca; te escucho.
Su amigo le miró a los ojos antes de decirle:
—Te agradezco mucho los regalos que nos haces cuando venimos, pero últimamente estoy muy preocupado por ti.
El anciano, sorprendido, preguntó:
—¿Preocupado? ¿Preocupado por mí? ¿A qué te refieres?
—Verás… Llevo años viendo cómo derrochas el dinero y creo que te estás equivocando. Sé que eres millonario y muy generoso, pero la riqueza se acaba. Recuerda que tienes tres hijos y que si te gastas todo a ellos no les quedará nada.
El viejo, que sabía mucho de la vida, le dedicó una sonrisa y pausadamente le dijo:
—Gracias por preocuparte, pero voy a confesarte una cosa: en realidad, lo hago por hacer un favor a mis hijos.
El amigo se quedó de piedra:
—¿Un favor? ¿A tus hijos?
El viejo le explicó entonces:
—Desde que nacieron han recibido la mejor educación posible. Mientras estuvieron a mi cargo les ayudé a formarse como personas, estudiaron en los colegios más prestigiosos y les inculqué el valor del trabajo. Les di todo lo que necesitan para salir adelante y labrarse su propio futuro. Si les dejara en herencia toda mi riqueza ya no se esforzarían ni tendrían ilusión por trabajar. Estoy seguro de que la malgastarían en caprichos. ¡Y no quiero eso! Quiero que consigan las cosas por sí mismos y valoren lo mucho que cuesta ganar el dinero. No quiero que se conviertan en unos vagos y destrocen sus vidas.
El amigo entendió entonces que el viejo había tomado una decisión muy sensata. Sabía que sus hijos se lo agradecerían.