AJEDREZ EDUCATIVO – El padre y las dos hijas

El relato corto de esta semana, que lleva por título “El padre y las dos hijas”, nos enseña, a modo de moraleja, una de esas máximas que nos ofrece la vida para tener siempre presente. Una verdad universal que conviene no olvidar.

Érase una vez un hombre que tenía dos hijas. Meses atrás, las dos jovencitas se habían ido del hogar familiar para iniciar una nueva vida. La mayor contrajo matrimonio con un joven hortelano. Juntos trabajaban día y noche en su huerto, donde cultivaban todo tipo de frutas y verduras que, cada mañana,  vendían en el mercado del pueblo. La más pequeña, en cambio, se casó con un hombre que tenía un negocio bien distinto: era fabricante de ladrillos.

Una tarde el padre se animó a dar un largo paseo y de paso, visitar a sus queridas  hijas para saber de ellas. Primero, acudió a casa de la que vivía en el campo.

—Hola, hija. Vengo a ver qué tal te van las cosas.

—Muy bien, papá. Estoy muy enamorada de mi esposo y soy muy feliz con mi nueva vida. Solo tengo un deseo que me inquieta: que todos los días llueva para que las plantas y los árboles crezcan con abundante agua y jamás nos falte fruta y verdura para vender.

El padre se despidió pensando que ojalá se cumpliera su deseo y, sin prisa, se dirigió a casa de su otra hija.

—¡Hola, querida! Pasaba por aquí para saber cómo te va todo.

—Excelentemente, papá. Mi marido me trata como a una princesa y la vida nos sonríe, aunque tengo un deseo especial: que siempre haga calor y no llueva nunca. Es la única manera de que los ladrillos se sequen bajo el sol y no se deshagan con el agua. Si hay tormentas será un desastre.

El padre pensó  que ojalá se cumpliera también el deseo de su hija pequeña, pero enseguida cayó en la cuenta de que, si era así, perjudicaría a la otra. Y al revés sucedería lo mismo.

Caminó despacio y, mirando al cielo, exclamó desconcertado:

—Si una quiere que llueva y la otra no, ¿qué debo desear yo como padre?

La pregunta que se hizo no tenía respuesta. Llegó a la conclusión de que a menudo,  el destino  es quien tiene la última palabra.

Moraleja: Es imposible tratar de complacer a todo el mundo. Por ello, seamos nosotros mismos y actuemos según nos dicte nuestra conciencia, no pensando en agradar al prójimo, pues nunca lloverá a gusto de todos.

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