El espíritu de superación y la idea de mejora constante siempre nos debería acompañar en nuestro quehacer diario. Pero con límites. Y es ahí donde debemos distinguir la fina línea que en ocasiones separa mejora de codicia. “El mono y las lentejas” nos recuerda un viejo dicho por todos conocidos.
Cuenta una antigua historia que una vez un hombre iba cargado con un gran saco de lentejas. Caminaba a paso rápido porque necesitaba estar antes del mediodía en el pueblo vecino. Tenía que vender la legumbre al mejor postor y si se daba prisa y cerraba un buen trato estaría de vuelta antes del anochecer.
El hombre atravesó calles y plazas, dejó atrás la muralla de la ciudad y se adentró en el bosque. Anduvo durante un par de horas y llegó un momento en que se sintió agotado.
Como hacía calor y todavía le quedaba un buen trecho por recorrer, decidió pararse a descansar. Se quitó el abrigo, dejó el saco de lentejas en el suelo y se tumbó bajo la sombra de los árboles. Pronto le venció el sueño y sus ronquidos llamaron la atención de un monito que andaba por allí, saltando de rama en rama.
El animal, fisgón por naturaleza, sintió curiosidad por ver qué llevaba el hombre en el saco. Dio unos cuantos brincos y se plantó a su lado, procurando no hacer ruido. Con mucho sigilo tiró de la cuerda que lo ataba y metió la mano.
—¡Qué suerte!—, exclamó el mono al comprobar que el saco estaba lleno de lentejas, que tanto le gustaban.
Cogió un buen puñado y sin detenerse a cerrar la gran bolsa de cuero subió al árbol para poder comérselas una a una.
Estaba a punto de dar cuenta del rico manjar cuando de repente una lentejita se le cayó de las manos y rebotando fue a parar al suelo.
—¡Qué rabia! ¡Con lo que me gustan las lentejas no puedo permitir que una se desperdicie tontamente!—, pensó nuestro protagonista.
Gruñendo, descendió a toda velocidad del árbol para recuperarla, pero con las prisas el macaco se enredó las patas en una rama e inició una caída que le pareció eterna. Intentó agarrarse como pudo, mas el porrazo fue inevitable. No solo se dio un buen golpe sino que todas las lentejas que llevaba en el puño se desparramaron por la hierba y desaparecieron de su vista.
Miró a su alrededor, pero el dueño del saco había retomado su camino y ya no estaba.
¿Sabéis lo que pensó el monito? Que no había merecido la pena arriesgarse por una lenteja. Se dio cuenta de que por culpa de su torpeza ahora tenía más hambre y para colmo se había ganado un buen chichón.
Moraleja: A veces tenemos cosas seguras, pero por querer tener más lo arriesgamos todo y nos quedamos sin nada. Y es que, como dice el refrán, la avaricia rompe el saco.