En la vida es importante actuar con responsabilidad por nuestro propio bien y el de los demás. Actuemos en consecuencia y aprendamos la lección que nos enseña ”El mercader de sal y el asno”, título del relato corto de esta semana.
Érase una vez un mercader que se ganaba la vida comprando sacos de sal a buen precio para luego venderlos en diferentes pueblos de la comarca. El negocio le iba bien, pero de tanto cargar peso empezó a tener fuertes molestias en espalda y en piernas, por lo que se decidió a comprar un asno joven y robusto
El hombre se acercó al puerto, como todos los días, y compró varios sacos de sal marina que ató al lomo de su nuevo compañero de fatigas. Juntos abandonaron la ciudad, tomaron la senda que rodeaba el bosque, y se encontraron con que debían atravesar un río que tenía el fondo empedrado. El asno, torpe por naturaleza y poco acostumbrado a caminar sobre aguas, pisó mal y resbaló. El líquido también traspasó la tela de los sacos y la sal que iba en su interior se disolvió, tiñendo de blanco la corriente. El mercader se echó las manos a la cabeza y empezó a lamentarse. Por el contrario, el asno, al verse liberado de la pesada carga, notó que sus músculos se relajaban y salió del río sintiéndose ligero como una gacela.
Durante un par de minutos el comerciante calibró la situación y finalmente determinó volver a la ciudad a por más sal. Dieron la vuelta y repitieron el proceso. Solo existía un camino posible, así que no les quedó otra que ir por la misma senda hasta el mismo punto del río. El asno, cansado de soportar el peso de sal, dedujo que se le presentaba una oportunidad de oro. Si el resbalón había funcionado en una ocasión, ¿por qué no hacerlo de nuevo, esta vez a propósito?
El animal fingió que tropezaba con una roca del fondo y se dejó caer haciendo todo tipo de aspavientos. Respiró aliviado cuando en cuestión de segundos, la sal volvió a diluirse en el agua. Una vez que se incorporó y salió del río, buscó la mirada de su amo y puso cara de pena, como si sintiera profundamente lo sucedido, aunque en el fondo se sentía feliz. Pero no contaba con que el mercader se había dado cuenta de la jugarreta y pensó en darle un escarmiento.
Sin decir nada tiró de la cuerda y se lo llevó a la ciudad. A diferencia de las dos veces anteriores no fue al puesto de sal, sino a un establecimiento donde vendían esponjas. Las compró todas y las metió en los sacos que volvió a amarrar al asno. Aunque las esponjas no eran tan pesadas como la sal al borrico no le gustaba tener que cargar con ellas, así que al llegar al río sintió el impulso de volver a engañar a su amo. Se metió en el agua y simuló otro fatídico tropiezo. Para su desgracia, las esponjas se llenaron de agua, su peso se multiplicó por veinte, y el animal empezó a hundirse sin remedio.
El burro empezó a agitar las cuatro patas desesperadamente en un último intento por salir a flote. Y cuando, exhausto, iba a rendirse, resignado a su suerte, el hombre se apiadó de él y acudió a su rescate.
Tardó unos minutos en recuperarse, tras los cuales se quejó amargamente a su dueño:
—Estos sacos pesan mucho más que los de sal! ¡He estado a punto de morir!
El amo, entonces, estalló en cólera:
—¡Eso te pasa por traicionarme! ¡Espero que hayas aprendido la lección y a partir de ahora cumplas con tu deber al igual que yo cumplo con el mío!
El burro bajó la cabeza avergonzado, tuvo que admitir que había jugado sucio y prometió no volver a hacerlo.
Moraleja: En la vida todos tenemos derechos, pero también obligaciones que debemos cumplir. Derechos y deberos, ambos fundamentales para poder crecer como personas y avanzar como sociedad.