Con “El límite de tu generosidad” abordamos uno de los temas más candentes y habituales en el quehacer diario de la gente de bien, aquella que, de buena fe, se preocupa por ayudar desinteresadamente al prójimo.
Ramón había tenido un leve accidente automovilístico, sin importancia para su integridad, por suerte, pero que le obligó a llevar su coche al taller para que fuese reparado. Como no podía faltar a su trabajo diario decidió que mientras arreglaban su coche se desplazaría en metro.
Una noche, saliendo de la estación del metro, observó a un vagabundo tirado en el suelo, recostado sobre una pared. Sintió lástima por él, así que le ofreció algunas monedas. El vagabundo le agradeció el gesto de amabilidad.
Al día siguiente, en el mismo lugar, volvió a encontrarse con el mendigo. En esta ocasión Ramón pensó que en lugar de monedas le llevaría algo de comer, así que salió de la estación para comprar comida recién hecha. Tras entregársela, Ramón no pudo resistir su curiosidad y le preguntó:
—¿Cómo llegaste hasta este extremo?
El vagabundo lo miró y con una sonrisa le respondió:
—Demostrando amor.
Ramiro no entendió nada, así que insistió:
—¿Qué quieres decir con eso?
El mendigo, entonces, le explicó:
—Durante toda mi vida me aseguré de que todos a mi alrededor fueran felices, no importando si mi vida iba saliendo bien o mal. ¡Siempre ayudé a todos los que pude!
Ramiro le cuestionó:
—¿Y ahora no te arrepientes?
A lo que el vagabundo contestó:
—No, no me arrepiento, pero me duele en el alma ver que las mismas personas a las que entregué hasta la camisa que vestía no me diesen ni una manga de esa misma camisa cuando la necesitaba. Ramón, te recomiendo que primero construyas tu propia casa y luego invites a alguien a refugiarse en ella, en vez de entregarle tus ladrillos a cualquiera mientras construyes la tuya, porque un día te darás la vuelta y al mirar el terreno donde tenías planeado levantar tu casa verás un terreno baldío. ¡Entonces serás tú el que buscará ladrillos!