Juan Eugenio Hartzenbusch fue un escritor del siglo XIX que cultivó sobre todo el teatro y la poesía. Es autor de la conocida obra “Los amantes de Teruel”. Pero también escribió artículos costumbristas y fábulas. Entre estas últimas hemos seleccionado “El envidioso”, un relato que nos recuerda lo dañina que puede ser la envidia.
Un joven llamado Alfonso vivía en una preciosa casa situada a las afueras de la ciudad. La vivienda contaba con un bonito jardín y un enorme huerto, gracias al cual disfrutaba todo el año de verduras y hortalizas de excelente calidad. Alfonso era privilegiado que lo tenía todo, y sin embargo se sentía frustrado por no haber podido cumplir uno de sus grandes sueños: llenar su propiedad de árboles frutales. Durante meses había intentado cultivar distintas especies, pero por alguna extraña razón las semillas no germinaban, y si lo hacían, a las pocas semanas las plantas se secaban. Con el paso del tiempo el hecho de no tener ni un simple limonero le produjo una sensación de fracaso que no podía controlar.
El huerto de Alfonso estaba delimitado por un muro de piedra tras el cual vivía Manuel, su vecino y amigo de toda la vida. También tenía una casa muy coqueta y un terreno donde cultivaba un montón de productos del campo. Podría decirse que ambas propiedades eran muy parecidas salvo por un detalle: Manuel tenía un ejemplar de manzano que despertaba en Alfonso sentimientos de rabia y celos.
—¡Qué fastidio! Manuel tiene el manzano más impresionante que he visto en mi vida. Si la calidad de nuestra tierra es igual y regamos con agua del mismo pozo, ¿por qué en mi huerto no germinan las semillas y en el suyo sí? ¡Es injusto!
En verdad aquel manzano era impresionante; de más de quince metros de altura, era tan frondoso que sus verdes hojas daban en verano una sombra magnífica. Ahora bien, lo más bonito era verlo cubierto de flores en primavera y cargado de frutos en verano. Si todas las manzanas de la comarca eran fantásticas las de ese árbol eran tan grandes, amarillas y dulces que todo el que las probaba las consideraba un manjar de dioses. Manuel era propietario de una obra de arte de la naturaleza, pero su amigo Alfonso, en vez de alegrarse por él, empezó a sentir que una profunda amargura se instalaba en su corazón. Tan fuerte y corrosivo era ese sentimiento que en un arrebato de envidia decidió destruir el árbol.
—¡Hasta aquí hemos llegado! Contaminaré la tierra donde crece ese maldito manzano. Echaré tanta porquería sobre ella que las raíces se debilitarán y eso provocará que el tronco se vaya destruyendo lentamente hasta desplomarse. Y Manuel, inocente él, jamás sabrá que fui yo el responsable.
Así pues, una noche de verano en la que todos dormían se deslizó entre las sombras, trepó por el muro cargado con un saco lleno de basura, avanzó sigilosamente hasta el árbol y vació todo el contenido en su base. Cometida la fechoría regresó a casa y durmió a pierna suelta sin sentir ningún tipo de remordimiento.
A partir de entonces la vida de Alfonso se centró en un solo objetivo: conseguir derribar el árbol de Manuel. Cada atardecer recogía desechos tales como pieles de patatas, raspas de pescados, excrementos de gallinas, … que acababan en el saco. Al llegar la noche, como si fuera un ritual, saltaba el muro y dejaba los residuos a los pies del árbol. De regreso a su hogar se acostaba con una sonrisa en el rostro. A veces los nervios le impedían dormir y permanecía despierto durante horas, regodeándose en su maquiavélico fin:
—La muerte de ese manzano está muy cerca. Será genial ver cómo se pudre y acaba devorado por las termitas.
¡Qué equivocado estaba Alfonso! Al concebir su macabro proyecto se le pasó por alto que cada vez que echaba los desechos sobre la tierra la estaba abonando, así que el árbol no se pudrió ni secó, sino que creció más sano y fuerte. En pocas semanas alcanzó un tamaño nunca visto para un ejemplar de su especie, sus ramas se volvieron extremadamente robustas, y lo más increíble, empezó a dar manzanas gigantescas como sandías. Su dueño, consciente de que eran únicas en el mundo, pudo venderlas a precio de oro y se hizo rico.
Durante años y a pesar de la evidencia, Alfonso siguió cometiendo la torpeza de echar desperdicios sobre las raíces del manzano. ¡El muy mentecato seguía convencido de que algún día lo vería desparecer! Por supuesto, nunca logró su propósito y su amigo Manuel vivió cada vez mejor.
Moraleja: La envidia es un sentimiento destructivo que corroe por dentro y no nos deja ser felices. Y no solo eso; en ocasiones se vuelve en contra nuestra, y lejos de que logremos el propósito maléfico que ha desencadenado, acabamos obteniendo el resultado contrario —karma, lo llaman algunos—. Recuerda que es mucho más bonito alegrarse de la buena suerte de los que nos rodean y compartir con ellos su felicidad.